Nepal, un año entre ruinas

abril 20, 2016 0 Por fjcristofol

Publicado en La Marea. Trabajo fotográfico de Pablo Cobos

Este reportaje pertenece al nº 37 de la edición impresa de La Marea, que puedes comprar aquí

Tengi se mira las manos cabizbajo. Viste un gorro con estampado de camuflaje y un colorido pañuelo que le tapa la cara, de modo que sólo le asoman unos melancólicos ojos. Tiene 15 años y a finales del mes de julio sufrió un grave accidente laboral que le quemó prácticamente todo el cuerpo. Trabajaba como operario y el ácido que manipulaba ha convertido su cuerpo en una gran costra. Tengi se fija en sus dedos cuarteados al igual que otras partes de su anatomía, como la nariz o los pies, vendados de modo que sólo quedan al aire la punta de alguno de sus dedos que sobresalen de las chanclas.

De por sí, los nepalíes tienden a ser poco habladores, pero por los ojos de Tengi –siempre entreabiertos– no asoma la mínima intención de cruzar una palabra. Mantiene la mirada gacha, ahora fijándose en las palmas que muestra hacia arriba. Junto a él está Bidhya Katri, otra afectada por el terremoto que, ahora hace un año, dejó 8.000 muertos (cinco de ellos españoles), más de 17.000 heridos y cientos de miles de edificios destrozados. «Los padres de Tengi murieron cuando se abrió la tierra y él siguió trabajando. Estuvo en el hospital de Patán, cerca de Katmandú, curándose las heridas, pero cuando salió de allí llegó al campamento a buscarse la vida», relata Katri, que trabaja como profesora para la ONG española Hugging Nepal desde el pasado mes de octubre. Antes lo hizo para UNICEF y es una de las personas más queridas por los niños que viven en el campamento.

Tras el gran terremoto de hace un año, Nepal sigue sumida en un enorme caos. La capital, Katmandú, recibió a miles de personas que huían de la ruina de las demás regiones del país. Lo que comenzó como un pequeño asentamiento temporal se ha convertido hoy en un campo de refugiados con un censo superior a los 7.000 habitantes. El campamento de Chuchepati reúne a personas venidas de distintos distritos que ocupan como pueden el espacio, construyendo sus propias casas para tener un techo bajo el que dormir.

Chabolas entre cañas de bambú

En el campamento hay dos carpas donde se desarrollan algunas actividades para dinamizar la vida allí donde hace meses comenzaron a juntarse los nepalíes que lo habían perdido todo en el terremoto. En las zonas comunes los chicos tienen pizarras para no dejar de asistir a la escuela, y los animadores hacen lo posible para que no pierdan su derecho a la educación por estar en el campamento. También hay mesas de ping pong, donde es más habitual encontrar a los jóvenes. El campamento es una sucesión de chabolas construidas a base de caña de bambú –que funciona como estructura– cubierta por plásticos. Cuando hay, algunos utilizan cartones para colocarlos entre el plástico y el bambú como aislante térmico, y los más afortunados duermen bajo techo de metal. Aunque no todos tienen casa, como ocurre con Tengi, el chico que tuvo el accidente, quien sobrevive gracias a la caridad de los demás refugiados. No hace mucho los vecinos de Chuchepati le ayudaron a construirse su propia tienda y ahora, tras más de siete meses, tiene un sitio donde descansar.

En los meses de monzón, las lluvias dejan un característico olor a barro. Aprovechando que el piso está más moldeable, algunos habitantes realizan una improvisada red de alcantarillado al aire libre para evitar inundaciones y conducir el agua lejos de las casas. «Hay una gran zona común donde nos reunimos cuando llueve o hace mucho sol para estar fuera de las chabolas y convivir con los demás», cuenta Laxing, una mujer que ronda los 50 años y que, tras el seísmo, salió del distrito de Ramechapp –al este del país–, con sus tres hijos y su cuñada. «No pude salir de mi aldea, estaba incomunicada, pero los militares consiguieron sacarnos de allí… No me quedó nada. Por eso estoy aquí ahora». Laxing señala tres lugares del campamento donde tiene que acudir a por agua para que su familia pueda consumirla. Son puntos de agua corriente que no están siempre abiertos para racionalizar el uso hasta que un camión cisterna vuelva para rellenar los depósitos.

Ishwor es un padre de familia que trabajaba como albañil y ahora está parado. En el campamento observa cómo sus hijos Niraj, de 13 años, y Nikesh, de 7, rebuscan cañas de bambú y plásticos con los que hacerse una cometa con la que jugar. «Todos los chicos que pasan aquí el día buscan cosas que hacer. Cuando hay alguna actividad en las carpas, van allí, o juegan al ping pong… Si se aburren juegan con las cometas que se hacen con los mismos materiales con los que construimos nuestras casas», explica Iswhor mientras no pierde ojo de sus hijos. «El 29 de agosto se celebró el Rakhi, una fiesta de origen hindú que se ha convertido en una gran celebración entre hermanos. Aquí la mayoría de la gente le llama la fiesta de brother and sister, y consiste en celebrar la relación familiar», narra Bidhya. La chica cuenta cómo las jóvenes salen con sus mejores vestidos y se regalan pulseras entre parientes. «Es un día de fiesta y todas las mujeres aprovechan para pintarse, vestirse y disfrutar… pese a todo».

Es cierto que no todos los refugiados están en el campamento el día entero. Baeba Ram Bal tiene 39 años y es amigo de Laxing. Ambos ya tenían relación en el distrito de Ramechhap y siguen en contacto en este campamento, al que llegaron gracias al Ejército. Baeba es dibujante de mandalas, los dibujos típicos nepalíes. «Tardo alrededor de 10 días en acabar cada uno y luego mi mujer y mi hija van a la ciudad a tratar de venderlos a los turistas. El precio de cada mandala es distinto, todo depende del regateo, así que ninguno cuesta igual», explica.

Nadie se acostumbra a perderlo todo, pero en Chuchepati los más pequeños han aprendido a sobrevivir con lo que tienen alrededor y sólo piensan en jugar y divertirse. Tras meses viviendo en el campamento, algunos ya saben hacer de esta ciudad provisional el sitio de su recreo.