La túnica
Mi túnica azul está colgada detrás de la puerta de mi despacho. Cada día, cuando me dispongo a trabajar, cierro la puerta y me sobresalto. Ahí está, en una percha, con su capa blanca con una Cruz de Santiago que me recuerda a la iglesia en la que hoy no deberían estar mi Cristo ni mi Virgen. Igual que esa túnica, quizá a esta hora que me lees, debería estar colgada en la casa de hermandad porque nos quede poco para salir. Estos días he decidido que, además de contar cosas pasadas en la tele, necesitaba acercarme a mis hermanos. Son días tan feos, tan difíciles, tan inesperados, que al final nos queda la cercanía de la hermandad en todos los sentidos.
Hoy no tendré que salir, con los nervios, después de un último café, camino de la hermandad para sentarme y respirar hondo mirando desde la balconada al Señor. Hoy no podré abrazarme a Curro o Antonio cuando el Rocío pase y vayamos a saludarles. Tampoco podré perseguir a Felipe o a Juan para pedirles que estén atentos a la comunicación, ni le podré decir a Trini o Lidia que estoy a lo que me digan. Es raro, porque estoy hablando con todos ellos casi a todas horas. Más que si tuviéramos que estar pendientes de ver cómo va el Rescate, si ha salido y si está llegando a su hora a la Merced.
Esta situación, la de tener la túnica colgada, es una anormalidad. Lo lógico tenía que ser que yo ahora estuviera tratando de tranquilizarme hablando en alto y soltando tonterías para echar fuera los nervios. Y, claro, todavía con el traje, antes de que dieran las 19:30 y se abrieran las puertas, buscar a Luca, Marcos, Victoria y Carmen y achuchar a los nazarenitos y a los abuelos. Luego ya vendría el juego de buscar a mi abuela y a mi tía, con la que hace unos días que no hablo, pero ahí ya estaría vestido de nazareno y no me reconocerían. Sí, sí que es raro no poder vestirme, colocarme el capirote y hablar con Paco durante esa noche del minuto y resultado de lo que va viendo: “Por aquí no podemos avanzar, Fran”. A pedirle a Dioni que junte a los niños… Total, que al final de todo esto, lo que uno echa en falta no es tanto la túnica como, al final de la noche, buscar a May y a Jose (y este año a Carmen, que volvía a salir) en el escalón de enfrente repartiéndose los bocatas de la Tía Rosario. O volver a la casa de hermandad y abrazarse con Chema o, ahora sí, a solas, con las luces apagadas, dar gracias por otro año. Pero para dar gracias no hace falta túnica, calle ni procesión.
Publicado en vivamalaga.net